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Adultos que no crecieron. (2018)

ADULTOS QUE NO CRECIERON

 

Aún guardo, en alguna carpeta, un viejo cartel de Peter Pan, la famosa versión de dibujos animados de Walt Disney, en una hoja en blanco y negro con la programación del desaparecido Cine Principal de Granollers, de un día cualquiera de los ochenta.  En aquella época, podías improvisar entrar a ver alguna película a un cine del centro, sin tener que desplazarte obligadamente a un puñetero centro comercial, en las afueras.  Aquel domingo paseaba con mis padres y pasamos por delante del cine.  Y, ante mi inmenso asombro y descarada sonrisa y emoción, no dudaron ofrecerme entrar a una doble sesión, donde podías entrar en mitad de proyección.  Así, vimos el último tercio de Baby, el secreto de la leyenda perdida, y después degustamos Peter Pan, pues, al fin y al cabo, ellos también eran aficionados al cine, y seguidores de las animaciones de Disney.  Sin embargo, el cartel al que me refiero no pertenece a ese día, si no a la sesión de unos días más tarde.  Porque en mi colegio –y muchos otros de nuestra localidad- tenían el buen gusto de llevarnos de vez en cuando al cine o al teatro.  Y dio la casualidad que programaron ver Peter Pan en el mismo cine.  Dos veces en menos de una semana no fue suficiente.  En una época donde volver a ver una película podía ser una empresa muy difícil de lograr, Peter Pan se me grabó a fuego, e hice lo posible por recopilar cuanto material caía en mis manos sobre la película, incluido un breve fragmento para mi Cinexin, con el capitán Garfio huyendo del cocodrilo. Hasta que se extendió el mercado de videocasetes, y mis padres me regalaron la película, años más tarde. 

Esa obsesión, debidamente salpicada con la lectura de los libros que conforman todas las aventuras que escribió J. M. Barrie sobre el personaje, y redescubriéndolo con el estreno de Hook, de Steven Spielberg, duró gran parte de mi infancia y juventud. Y nunca se fue del todo.  Pues siempre le he reservado a este inmortal personaje un rinconcito donde habitar.  Con el tiempo, al contrario que el propio Peter, voy creciendo, madurando, endureciéndome y envejeciendo.  Mi mirada cambia.  Pierdo inocencia, aparto ingenuidad y gano canas y cicatrices.  Y él permanece impasible, socarrón y valiente, soñador, simpático y descarado, ajeno a nuestro mundo perverso, negándose a crecer, sabedor de lo aburrido, estúpido y malvado que puede ser el mundo de los adultos.

Por el camino, me he encontrado decenas, cientos, de personajes más, entre páginas de libros y tebeos, en pantallas de cine y televisión, en escenarios de teatros, en las calles, incluso en mi imaginación.  Y me alegro siempre de reconocer a Peter Pan entre una élite imaginaria, entre los grandes personajes, moviéndose con la soltura que le caracteriza, orgulloso y satisfecho, manteniendo su estatus privilegiado en mi corazón.  Sigue enfrentándose a Garfio con descarada actitud, jugando con sus niños perdidos, buscando complicidad con Tigrilla, y visitando a Wendy mientras la ve crecer. 

A veces, la vida, te sirve bonitas oportunidades por el camino, que con la lucidez adecuada uno sabe afrontar.  Y muchos años después de descubrirle, Peter Pan se volvió a cruzar en mi camino.  Un amigo y compañero de fatigas se topó con él, quizás en un sueño.  Y no sólo con él, estaban todos.  Ahí estaban los niños perdidos, estaba Garfio, o lo que quedaba de él, estaba el cocodrilo.  Y estaba Wendy.  Wendy había crecido, y había tenido una hija, y una nieta.  Y ocurrió lo inesperado: yo iba a seguir contando esa historia.  Adri Sola me lo sirvió en bandeja, como le sirvieron a Willard la misión que él necesitaba vivir.  Y me comentó que la aventura continuaba.  Y que, esta vez, tenía que ver con Tigrilla.  E iba a emprender mi aventura buscándola, lo mismo que Willard partió a buscar al coronel Kurtz.  Y de ese modo, me crucé directamente con Peter y los suyos, en una extraordinaria aventura que me recordó que, efectivamente, las leyendas nunca mueren.  He formado parte de ella, con humildad y toda la honestidad que he podido.  Y he sido feliz haciéndolo.  Después de todo, he podido revivir parte del niño que fui, siendo testigo directo de qué aventuras siguen viviendo estos queridos personajes.  No sólo testigo.  He sido un Darling, un descendiente de esa familia que hace décadas descubrió a Peter Pan y el País de Nunca Jamás.  Biznieto de la auténtica Wendy.  Porque efectivamente la vida a veces, y sólo a veces, te concede el privilegio de vivir un sueño que habitaba en ti desde niño.

Mi búsqueda de personaje, en la preparación de Tigrilla, la película de Adri Sola que me ofreció esa gran oportunidad, pasó por un proceso doloroso, por sincero.  Porque, así como Alan Darling inicia la búsqueda de la niña india, pero de algún modo se busca a sí mismo, yo me buscaba a mí mismo a la hora de tratar de ponerle rostro, cuerpo y voz.  Esa catarsis, que no se atraviesa con cualquier personaje, fue experimentada de una manera intensa, que me recordó cierta mirada que creía perdida.  De pronto, todo cuadraba, en un ámbito personal.  No de una manera cómoda, ni agradable, pero lo hizo.  Y eso hizo que cuadrara el propio Alan, como un hermano que te coge la mano y no está dispuesto a soltarla fácilmente.  Porque, es curioso, yo no soy actor.  No tengo un método decidido, si no que me muevo por pura intuición.  Ésta, a veces, falla.  Pero en un proyecto así, con alma, donde todo era de una honestidad apabullante, y donde el director y yo quisimos dejar claro que no íbamos a ceder a lo convencional, a lo esperado ni al acoso del tiempo, un personaje se afronta con otra perspectiva.  No soy actor, como digo, pero el azar, el capricho y la inconsciencia, incluso a veces la valentía, me han hecho interpretar bastantes veces, en teatro, en audiovisuales y en la radio.  Pocos personajes se han cruzado en mi camino, empero, con la intensidad y el espíritu de Alan.  Todas esas cosas hicieron que, sin ser el intérprete adecuado, nos empeñáramos en que Alan me tuviera a mí.  Pero, de algún modo, fui yo quien le tuvo a él.  Por eso fue mágico.

Magia fue, en esa aventura, recuperar al niño que había dejado de ser.  Magia fue ganar esa perspectiva.  Porque, de muchas maneras, de eso iba el asunto.  De recuperar lo perdido, de rozar acaso parte de los sueños que me hicieron feliz.  Por eso era necesario dejarse la piel, literalmente.  La redención no suele ser barata, pero a menudo merece la pena.  Y en esa búsqueda, mientras me arañaba la piel entre zarzas, mientras me golpeaba contra el suelo, mientras me sumergía en ríos, y mientras corría persiguiendo a la hermosa niña india, recordaba sensaciones, sentimientos, incluso olores.  El olor, por ejemplo, de los libros que forman mi biblioteca, de esas miles de páginas que me ilustraron, y construyeron parte de mi carácter.  A veces, el olor de los viejos video-clubs, donde me entretenía tratando de elegir un buen título entre muchas propuestas.  O el olor de los teatros que tenía la suerte de visitar.  También el olor de las viejas salas de cine, las que pisaba de niño, de la mano de mi padre, descubriendo historias que me convertirían en el soñador que fui y nunca dejé de ser.  Las que me empujaron a intentar yo mismo a contar esas historias. 

Y así como Peter Pan se negaba a crecer y volaba, alcanzando su libertad, Alan Darling, mi personaje en Tigrilla, muestra parte de esa aparente ingenuidad, casi infantil, para conseguir desprenderse de lo conocido, de esa vida cómoda que nos ata.  Igualmente, empeñado en volar a su modo, su búsqueda de la niña india es, quizás, una excusa, acaso una justificación más emocional que moral, de un adulto empeñado en recuperar parte de lo que fue de niño, para alcanzar esa ansiada libertad.  En una película llena de simbolismo, trabajar estos elementos me empujaba, como actor y co-escritor, a una desnudez física y, sobre todo, emocional.  Debía abandonar cosas importantes, debía ignorar parte de la responsabilidad del adulto, desprendiéndome de las vendas que supone asumir que lo eres.   Procuré mirar más lejos, y hacerlo con una mirada más inocente, más pura, más infantil, más cercana a la mirada del Peter Pan que conocí.

Al acogerme a esa pretendida ingenuidad, asumiendo a Alan Darling, no ignoré la imperiosa necesidad de intentar cambiar el mundo.  Denunciar el acoso que sufrieron los indios –símbolo de cualquier pueblo reprimido en la historia- y siguen sufriendo, introduciendo un toque social en nuestra fábula, una necesaria llamada de atención, que además ayudaba a situar al personaje en un interesante punto de partida: el ingenuo solitario, que está dispuesto a decir adiós a la gente que quiere, para emprender un camino solo.  El héroe que está dispuesto a perder, para ganar.  Y en este sentido, la fábula siempre es un medio interesante para concienciar, para abrir mentes, para invitar a una necesaria reflexión.  Pero al hacerlo, no debíamos olvidar que estábamos contando una buena historia.  Y que esa historia iba a acabar siendo real, sin necesidad de agarrarse a la justificación social ni política.  Esa historia debía existir porque iba a contar una verdad.  Una verdad como la propia historia del País de Nunca Jamás.

Esa evocación debía servir en nuestra historia.  Se trataba de recoger el testigo del bagaje que teníamos como lectores y espectadores.  Pues hacer Tigrilla, en parte, era una muestra de gratitud.  Un agradecimiento a los que nos contaron las historias a nosotros antes, y aún lo siguen haciendo.  Los que dejaron esa semilla, para que nosotros disfrutáramos del hermoso fruto cultural, intelectual y artístico.  Y del fruto del entretenimiento, claro.  Todo, para que algunos nos empeñemos, como digo, en querer hacer lo mismo.  En seguir contando historias.  Peter Pan es, en gran medida, culpable de eso.

El cartel de Peter Pan de aquella vieja sesión de cine, lleva ya treinta años en una carpeta.  Ha esperado el tiempo suficiente para verme más viejo y más cansado, pero más sabio y más sereno, y con la ilusión intacta para seguir contando historias.  He visto la película bastantes veces, y he releído las historias que lo situaron entre lo más reconocible de la literatura universal.  Y aún me niego a creer que esa fugaz visión de la sombra de Peter es fruto de mi imaginación.  Porque cuando encuentre de nuevo ese cartel de mano, sonreiré con una complicidad muy especial.  Ya no sólo con nostalgia, sino también con orgullo.  Porque formo parte de las aventuras de unos niños que siempre se negaron a crecer, cerrando un círculo precioso, que siempre me recordará lo feliz que fui de niño, y lo importante que es para un adulto recordarlo.

 

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