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El fotógrafo sincero (2009)

Cuando le conocí, ya era un héroe cansado.  Disfrutaba trapicheando con viejas fotografías, e inventaba historias y negocios que le entretenían y le permitían pagar su retiro en Alhendín, en una casa que podía ser un estudio, o un estudio que podía ser una casa.  Su hogar, al fin y al cabo.  Por entonces, tenía cuarenta y tantos años y un montón de caprichos.  Estaba harto y decepcionado del fotoperiodismo.  Era curioso, hacía muchos años que no se dedicaba a eso, y aún sacaba el tema.  Tenía una hija guapa y artista que había trabajado en mi entorno, y un hijo al que él conocería años más tarde. 

Lo suyo no era un ejemplo familiar a seguir, pero pocas veces conocí a alguien tan fiel a sus amigos.  Presumía de novias y amantes, y se compraba extraordinarios aparatos para hacer ejercicio sin salir de casa.  No era fácil verle fuera de ese entorno.  Se había cansado de trotar cámara en mano, y por fín gozaba de la comodidad del estudio.  Su casa siempre estaba abierta al visitante, porque Mani (como le llamaba su entorno más cercano) luchaba incansable contra la soledad.  Y si pasabas una tarde por allí, sólo tenía una exigencia: “tráeme chocolate, del bueno, del que se come”.  Si lo hacías, ya tenías la tarde echada.  Buena música, proyectos hasta hartarnos, videos nuevos, innumerables pruebas con su hija Lara, cotilleos, anécdotas, charlas interminables, a veces magistrales, otras ligeras, pero siempre de gran interés y muy divertidas.  Era capaz de invitarte a vivir allí después de una buena conversación.  Eso le trajo problemas, claro.  Y no fueron pocas las veces que tuvo que echar a algún buitre de su casa, gente incapaz de entender la palabra amistad y el compromiso; niñatos que iban de artistas, incapaces de escuchar, y que no tenían nada que aportar a Manuel, al Arte, al mundo, a la vida.  Había que ser muy imbécil para ganarse la desconfianza y el desplante de ese tipo.  Pero alguna vez le ví con su calma habitual, hablando casi en un susurro, mirando a los ojos mientras roía algún fruto seco (siempre andaba con ellos), y soltando un convincente “te propongo algo: haz la maleta, coge tus cosas, deja las mías, y vete a tomar por culo”. 

Lo cierto es que Mani Bello era sincero hasta el dolor.  “Vino la otra tarde un chaval para mostrarme sus fotos”, me contó una vez, “quería mi opinión y se la dí”.  Yo eché un trago al refresco que tenía sobre la mesa, mientras escuchaba el relato y miraba una pantalla donde salía el reportaje de los Rolling Stones que me había puesto.  “¿Se la diste?”, pregunté.  “Sí.  Le dije que eran una mierda.”, contestó.  Y enseguida añadió: “No sé por qué se fue ofendido.  Empezó a justificarme sus fotos, y le interrumpí diciéndole que eran incorrectas.  Y que iba mal si tenía que justificar él mismo su trabajo. Y le eché de casa”.  Yo seguía mirando la pantalla, con media sonrisa que me convertía en cómplice. “Hombre, eso no le gusta a nadie que se lo digan, Mani, y menos así”.  Me explicó que en su casa decía lo que le daba la gana, y que era cierto, que esas fotos eran incorrectas.  “Mira Cristian, yo nunca entro en opiniones cuando un joven me visita para mostrarme algo.  Esto es una cuestión de gustos, como todo.  Pero en ese caso exijo que sean consecuentes y correctos, y ese niño no era una cosa ni otra.  Quería que le alabara gratuitamente, y huía de la mala crítica, por lo que no era consecuente.  Y sus fotos se pasaban por alto todas las normas esenciales de la fotografía.  Si vas a pintar un cuadro, y necesitas el color blanco, no vale dejar el blanco del lienzo, hay que pintar encima.  A eso me refiero”.  Y es que, esencialmente, Manuel Bello era eso, un fotógrafo sincero.

Tenía un gusto cinematográfico exquisito.  Pero si le hablabas de Bergman, él se mostraba más cercano a Tarkovski.  Y mencionaba a Bresson o Fellini como si fueran de la casa.  Lo cierto es que Mani tenía buen gusto para casi todo.

Manuel Bello se movía lentamente.  Era como uno de esos mafiosos de Scorsese, del que decía el narrador de la película que caminaba despacio porque no tenía que correr por nadie.  A Mani tampoco le apetecía correr nunca.  Se movía despacio, hablaba despacio, en voz baja, sin alterarse en absoluto, con una veteranía que tiraba de espaldas.  Y si tenías confianza con él, podías sacarle muy pronto esa risa de niño pequeño.  Tan sólo entonces se le delataban de forma clara las arrugas alrededor de los ojos.  Tenía un rostro muy terso y joven.  En verdad, siempre me pareció mucho más joven de lo que era.

            Tenía secretos inconfesables del rey, y un amigo común con el bueno de Víctor Erice, otro de sus cineastas bien admirados.  Y si buscabas con atención en revistas especializadas europeas, podías toparte con su nombre a pie de una buena fotografía, casi siempre acompañada de un digno comentario de otro fotógrafo admirador.  De entre todas las que conozco, mi favorita es “Manuel Bello fotografía como si siempre tuviera lágrimas en los ojos”.

            Me pasé un año sin verle.  El año de su enfermedad.  El año en que supo que se iba a morir un poco antes de lo previsto.  Antes de la deseada jubilación, antes de terminar unos videos estupendos que no hablaban de nada pero decían mucho, antes de dar unos pocos consejos más a su hijo, antes de mirar al horizonte con la mirada perdida y la cara arrugada.  Un año sin verle, y sin tener ni idea de la situación.  Ni una maldita llamada.  Porque he andado muy liado con demasiadas cosas menos importantes.  Porque los días pasan rápido, y a veces uno no encuentra el momento.  Porque no fui capaz de coger una tarde el coche, como quería, y presentarme sin dar explicaciones a escucharle hablar, con una tableta de chocolate en el bolsillo, y una sonrisa en la boca.  Porque a veces, en este mundo de prisas y mierdas, no sabemos detenernos a disfrutar de lo que más nos gusta.  Y no me lo perdonaré.  Porque ya me pasó otra vez, y esa otra vez también fue muy injusto.  No me perdonaré no saber ya nunca si habría sido útil, si habría podido hacer algo, si con escuchar un poco más era suficiente.  Me ha dejado en el tintero una película que íbamos a hacer juntos, y me entristece no poder discutir más ese tema.  Y me cabrea no poder discutir más, en su magnífico entorno, si los jóvenes son más gilipollas que antes, si es inmoral contar un secreto, si las tetas de la Cardinale eran mejores que las de la Loren, si Iván Zulueta fue genial por la heroína, si a pesar de todo lo digital está bien, o si iba a venir ya de una vez a ver un espectáculo nuestro o me iba a dejar de nuevo las entradas reservadas sin recoger.

            Me cabrea también no tener más excusas para pisar esa casa-estudio, y me cabrea tener que borrar su número de mi móvil.  Pero a pesar de todo, me alegro.  Porque desde luego mereció la pena, y mucho, conocer a Manuel Bello y saber que aún puedo llamarle Mani.

 

 

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